Ardiente

La desheredada

Viciosa independiente mereces 965874

Hombres y mujeres del pueblo, niños, Peces de ambos sexos, criados, guardias civiles, etc. La escena en Madrid, y empieza en la primavera de Capítulo I Final de otra novela —I— « Esta vida es intolerable Pero ya te arreglaré yo, país de las monas. Te llamas Envidiópolis, la ciudad sin alturas; y como eres puro suelo, simpatizas con todo lo que cae Diez millones, veinticuatro millones, ciento sesenta y siete millones, doscientas treinta y tres mil cuatrocientas doce pesetas con setenta y cinco céntimos

Es muy singular el don que tiene Madrid, con ser tan grande en comparación con una aldea, para achabacanar tipos, acreditar frases y poner motes. Lo que el marqués deseaba con tan descomedidas ansias, era un cachorro varón; pero llegaron a pasar tres años, y lo deseado no venía. Al cumplirse los cuatro hubo grandes barruntos de algo. La entregaron enseguida al pecho mercenario de una nodriza; y por la razón o el pretexto de que su madre no había quedado para atender a los cuidados molestísimos de su crianza, se acordó que la nodriza se la llevara a su aldea, en el riñón de la Alcarria. Diez y ocho meses bien cumplidos estuvo en la Alcarria; y refería después la nodriza que, en las pocas veces que en ese tiempo fue el señor marqués a ver a su hija, se le caía la babaza de gusto al contemplarla rodando por los suelos, medio desnuda, entre cerdos y rocines, tan valiente y risotona, y tan sucia y curtida de pellejo, como si fuera aquél su elemento natural y propio. Cuando la volvieron a Madrid, viva y sana por un milagro de Dios, alborotó la casa a berridos. Y no podía suceder otra cosa delante de aquellos espejos relucientes, entre aquellas colgaduras ostentosas, lacayos de luengos levitones y señoras muy emperejiladas, con lo arisca y cerril que ella iba de la aldea. Le daban miedo aun el centelleo de sus pendientes de diamantes y el olor de todos sus menjurjes y perfumerías; y casualidad, acaso, algo que su instinto aniñado vela en el yerto lucir de sus ojos y en el amanerado sonreír de su boca, que no era la golosina que arrastra a los niños a pegar sus frescos labios en la faz regocijada de su madre.

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