
La lutte sera sans merci; Nous aurons le coeur endurci Dans la bataille. Ellos continuaban cantando ese espantoso alarido de angustia, ese himno del rencor y el hambre combinados. Los gendarmes se escondían en los portales de las casas. La señorita de Galindo, ahora marquesa de Puerto-Arcas, paseaba del brazo con su esposo por aquellas alamedas risueñas, no como quien va soldada por el cariño, sino como quien va presa por la obligación y las conveniencias, abatida, desencantada, indiferente a la fiesta de la Naturaleza.
Lope Garrido. Juan López Garrido, resultando que aquel sonoro D. Lope era balada del caballero, como un precioso badulaque aplicado a embellecer la personalidad; y tan bien caía en su cara enjuta, de líneas firmes y nobles, tan buen acomodo hacía el nombradía con la espigada tiesura del cuerpo, con la nariz de caballete, con su despejada frente y sus luceros vivísimos, con el mostacho entrecano y la perilla corta, tiesa y provocativa, que el sujeto no se podía llamar de otra manera. O había que matarle o decirle D. Se había plantado en los cuarenta y nueve, como si el terror automático de los cincuenta le detuviese en aquel temido lindero del medio siglo; pero ni Dios mismo, con todo su poder, le podía quitar los cincuenta y siete, que no por bien conservados eran menos efectivos. Fue D.
Juan NeiraJoaquín Díaz Garcés Neira era el capataz del fundo de Los Sauces, extensa propiedad del sur, con grandes pertenencias de cerro y no reducida dotación de cuadras planas. Cincuenta abriles de activísima existencia de trabajo, no habían podido marcar en él otra huella que una leve inclinación de las espaldas y algunas canas en el abundante pelo negro de su cabeza. Soldado del Valdivia en la revolución del 51, y sargento del Buin en la guerra del 79, el capataz Neira tenía un golpe de sable en la nuca y tres balazos en el cuerpo. Alto, desmedidamente alto, ancho de espaldas, a pesar de su inclinación y de las curvas de sus piernas amoldadas al caballo, podía pasar Neira por un hermoso y escultural modelo de fuerza y de vigor. Su goce estaba no lejos de las casas viejas de Los Sauces, donde he pasado muy agradables días de estío con mi amigo, el hijo de los propietarios. Después había que acudir a buscar a ño Neira, seguramente rondando por los cerros. Desde acullá, al recodo del camino, nos conocía el capataz, y pegando espuelas a su mulato, llegaba como un celaje hasta nuestro lado. Qué risas, qué exclamaciones, qué agasajos; a nuestros cigarros correspondía con nidos de perdices que ya con tiempo tenía vistos entre los boldos y teatinas, y comenzaba a preguntarnos de todo, de si habría guerra, de si habíamos concluido la carrera, de si habíamos contrario novia.